Sentada todo el día
en una silla diseñada para deformar espaldas
escucho la lluvia, el sol,
los perros,
los autos sobre el pavimento mojado,
el teclear interminable y sin sentido,
las bombas que explotan,
los disparos ensordecedores.
El cielo es negro, más negro que gris
y la noche anaranjada.
Los dedos no se detienen;
buscan una octava más arriba
para cambiar la melodía monótona de los días
los pensamientos mantienen un sincopado constante,
una cuenta larga,
un calendario imborrable, innombrable, desconocido
-interminable-.
Esperamos.
Es igual seguir esperando.
Las palabras llenan el espacio,
sustituyen el tacto,
aunque no sean dichas.
Mi piel está seca,
en mis mejillas se extienden escamas,
y en la pelvis hay una capa blanca como olas
que se expanden en dirección del vientre.
Hay que ponerle un nuevo nombre a todo.
Hay que enumerar desde cero los respiros.
Cuando era niña los días no existían,
las páginas eran ilustraciones,
los pasos giros.
Mi currículum es un mal diagnóstico
una lista de datos indescifrables
palabras incomprensibles
en código patológico.
La música que suena no es la misma de siempre,
pero suena a lo mismo de siempre,
suena a una época distinta,
a un momento lejano con una atmósfera diferente.
Tengo los huesos más saltados que de costumbre.
Un día de estos desaparezco.
Un día de estos te paso al lado y no me ves.
El vapor se levanta.
La cara se pone brillosa.
Los dedos continúan su recorrido en el teclado.
2012
Imagen: Caroline Larsen