«Cada sociedad tiene su régimen de verdad, su “política general” de la verdad […] los tipos de discurso que acoge y hace funcionar como verdaderos o falsos, el modo como se sancionan unos y otros; las técnicas y los procedimientos que están valorizados para obtención de la verdad; el estatuto de quienes están a cargo de decir lo que funciona como verdadero» Michel Foucault, Un diálogo sobre el poder, 1985.
En los años 60, Stanley Milgram realizó un estudio que ha pasado a la historia tanto por la ética dudosa de su procedimiento como por sus resultados. El psicólogo de la Universidad de Yale se había planteado una serie de cuestionamientos tras seguir de cerca el juicio de Adolf Eichmann —responsable directo del holocausto en Polonia— y el análisis de Hannah Arendt sobre el énfasis que hacía el acusado en que solo había seguido órdenes. Arendt acuñó el término de la «banalidad del mal» para referirse a la actitud que había guiado a Eichmann en los crímenes que cometió. «Eichmann carecía de motivos […] Sencillamente no supo jamás lo que se hacía […] No era estúpido. Únicamente la pura y simple irreflexión —que en modo alguno podemos equiparar a la estupidez— fue lo que lo predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo» [1], escribió.
Milgram se enfocó en la obligación de obedecer a una autoridad para arrojar luz, desde la ciencia del comportamiento humano, sobre la subordinación del individuo en un régimen totalitario. Fueron varias las conclusiones que se derivaron de ese estudio acerca del poder de la autoridad —los participantes habían accedido una y otra vez a causarle daño a otra persona, aun conscientes de las implicaciones, cuando el investigador se lo pidiera—. Sin embargo, otra observación tuvo que ver con las variaciones que se hicieron del estudio. Milgram notó que la respuesta de los sujetos variaba según la cercanía de la autoridad que les daba órdenes y de la víctima. Cuando los sujetos podían ver a la víctima, ponían más resistencia a la orden. De hecho, rara vez la seguían. No sucedía lo mismo cuando solo la podían oír. En esos casos sí obedecían y presionaban un botón que supuestamente les infligía choques eléctricos en otra habitación.
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