Me convoca tu interés en la llamada naturaleza,
que es la vida misma.
Y está constituida también por la muerte.
No natura, como esencia o como linaje,
no parte, no propio, ni tampoco “tierra de uno”.
Nada innato, tampoco nada.
Existencia sin nacimiento y sin origen.
Tampoco humano ni opuesto;
los opuestos no tienen cabida
afuera del imaginario
de muchos miembros de tu especie.
La vida que he sido es un ciclo permantente,
sin temporalidad.
Tejido de muerte como (dis)continuidad generadora.
Somos voces polifónicas, gritos, vociferación,
vocalizaciones, vocablos y llamados,
evocaciones: hacer salir llamando,
incalculables vocaciones,
enredadas, discordantes, a-sintónicas,
en forma de aves,
de viento al encuentro con las copas de los árboles,
con el vapor,
con los gases que expulsan los volcanes
cuando se alborotan,
de monos aulladores
y otros primates de menor talla,
felinos y demás corporalidades,
algunas diminutas, todas enredadas,
amarradas, sin captura —sin trampa—.
La hospitalidad hecha paisaje,
aún cuando el riesgo la atraviesa.
Casa y habitantes son la atmósfera,
en constante movimiento.
(Re)ensamblándose, (des)encontrándose.
En este relieve plano,
compuesto en parte por terrenos kársticos,
los ciclos no establecen cercos sino hacen circular
la riqueza espaciotemporal de relaciones y relatos.
Movimientos de transferencia,
indeterminancias juguetonas.
La lluvia traza huellas
que reconfiguran el suelo
con brotes y ramificaciones,
una proliferación continua de multiplicidades;
cuerpos que marcan a otros cuerpos al encontrarse.
Esta abundancia hoy hecha carencia,
regeneración bajo amenaza,
voces que son ya solo ecos,
armónicos rebotando
con menor posibilidad de reverberación.
Relacionalidad interrumpida, arrancada,
sin reparación posible.
La dolorosa disposición a detenerlo todo,
pretensión de dominio.
Como ves, tu invitación es problemática.
¿Qué respuesta podrías ofrecer?