LOS PELIGROS DE CREER EN UNO MISMO

El mensaje “cree en ti mismo” se ha convertido en una máxima que desde publicaciones en redes sociales, libros de auto-superación, publicidad o charlas de “coaching” busca reforzar la idea del individualismo como el secreto para realizarnos y alcanzar la felicidad. Esa noción, sin embargo, puede estar equivocada. Mientras más “nosotros mismos” somos, más podemos sesgarnos. La felicidad no está en “uno mismo” sino en la capacidad de ser conscientes de nuestra naturaleza a la vez que de los otros.

En una sociedad influida por ideas que premian el individualismo, como parte de una competencia permanente entre seres humanos, estamos acostumbrados a pensar en nosotros mismos como la fuente y esencia de todo lo que hacemos y nos sucede. Luchamos por alcanzar la cima, por sobresalir, por estar sobre otros para ser valorados. Esta concepción se ha extendido en todas las esferas de nuestra vida. El sistema educativo, por ejemplo, ha adoptando metodologías de enseñanza basadas en la rivalidad y competitividad: la idea de que salir adelante implica hacerlo a costa de otros. Nuestras relaciones sociales están marcadas por esa noción de igual manera: competimos para ser más exitosos económicamente, para vernos mejor, para ser más populares… Y si no, al menos para aparentar que así es. Esta visión es resultado de la idea de que la base de la evolución biológica, “la sobrevivencia del más apto”, es aplicable a la vida social principalmente por medio de la teoría económica.

El consejo “cree en ti mismo/a” parece ser una máxima para el empoderamiento: nos hace pensar que somos autónomos cuando realmente somos todo lo contrario. También puede hacernos caer en la ilusión, nutrir sesgos, inflar de más nuestra autoestima y convertirnos en seres egoístas y, a la larga, infelices. Esto es así porque muchas de las ideas que priman en la cultura popular, en los libros de auto-superación e incluso como parte de algunas teorías autoproclamadas filosóficas están más cerca de la teoría económica liberal que de la naturaleza humana. La visión actual es que encontrar nuestra identidad, creyendo en nosotros mismos, significa guiarnos por la fórmula individualista y se nos ha hecho pensar que ello constituye el alcance de la felicidad. Ponernos de primero, querernos más que a nadie, descubrir nuestras posibilidades y explotarlas al máximo, alcanzar el éxito y sobresalir son nuestras metas y lo que las “frases célebres” nos recuerdan en las redes sociales a modo de mantra.

No me entiendan mal, no estoy diciendo que nos perdamos de vista a nosotros mismos sino que cuando nos guiamos por un consejo cuya definición de individualidad, identidad o auto-confianza se derivan del interés económico, puede que estemos perdiendo de vista lo más esencial de nosotros mismos y en lugar de encontrarnos, en realidad nos estemos entregando a un sistema que nos deshumaniza. En un sistema que entiende al individuo como “individuo que consume”, conceptos como “realización”, “felicidad” e incluso “espiritualidad” son vistos dentro de ese esquema, están restringidos por este. Somos “nosotros mismos”, pero sólo en función de ese sistema. Sin darnos cuenta, nuestra autonomía y nuestra libertad se alejan entre sí. “Creer en mi mismo”, en el sentido que se nos presenta constantemente la idea, por lo tanto, no significa alcanzar la felicidad.

Sin embargo, existen otras alternativas. El sistema económico actual y su fuerza totalizadora no ha existido siempre. Recordemos que es un invento más, producto de nuestra imaginación y de nuestra capacidad de compartir narrativas. En la filosofía antigua Occidental y Oriental podemos encontrar conceptos de felicidad, y realización personal, que van más allá de la acepción contemporánea del individualismo. Platón, por ejemplo, entendía la felicidad como consecuencia de la sabiduría y de actuar justamente –poseer un “alma armónica”, decía–. Para él, la naturaleza humana estaba constituida de modo que una de sus partes era una extensión del “mundo de las formas ideales” –lo divino–. Esto significaba que los seres humanos no debíamos alejarnos de esa parte de nuestra naturaleza dejándonos llevar sólo por los deseos o los impulsos; debíamos autorregularnos. La razón, esa parte “divina”, demandaba que nos guiáramos por la verdad y por ende la justicia. Sólo así se puede alcanzar la sabiduría –la felicidad–. Poseer sabiduría nos brinda, en las palabras de Platón, la posibilidad de disfrutar placeres que trascienden lo mundano. Si bien sabemos que adquirir bienes materiales y dejarnos llevar por nuestros impulsos muchas veces puede hacernos sentir cierto placer, sólo aquéllos que tengan un alma armónica podrán también disfrutar de otros, más profundos, los placeres de la razón, que nos permiten florecer como personas. De lo anterior se desprende que una sociedad en la que todos los individuos puedan alcanzar la sabiduría y realizarse será una sociedad armónica y feliz.

El individuo alcanza la felicidad y se realiza como persona por medio de su razón y el alcance de la sabiduría, no de la riqueza. La visión no es individualista pues aboga por la igualdad y la justicia. Cuando pensamos en nuestra realización o auto-confianza en el contexto de una competencia permanente con otros, algo ligado a la lucha y el conflicto, estamos ignorando a los demás, estamos olvidando que nuestra realización realmente depende de los demás y viceversa. En esa lucha, es fácil caer en la ilusión de la individualidad, y conformamos con esos placeres banales que difícilmente nos harán alcanzar la verdadera felicidad.

El poeta hindú Rumi escribió: “el conocimiento que no te lleva más allá de ti mismo es peor que la ignorancia”. Buda y Epicteto coincidían en que la felicidad viene de adentro (de comprender nuestra naturaleza), no de hacer que el mundo corresponda con nuestros deseos individuales. Aristóteles le llamaba a esa noción de florecer como seres humanos eudaimonia, que también significa felicidad. La eudaimonia está ligada, como en Platón, a la capacidad racional humana. Guiarnos por la reflexión y perseguir un propósito que nos trasciende como individuos. Aristóteles deja claro, sin embargo, que ese individuo es un individuo inherentemente social: lo que constituye su naturaleza es, junto con la razón, su sociabilidad, no su egoísmo.

En términos contemporáneos esa felicidad a la que se refieren los antiguos se conoce como Flow y es el resultado de exhaustivos estudios sobre cómo funciona nuestro cerebro y qué significa realmente sentirnos felices. El estado de Flow es un estado de concentración profunda en una tarea que nos apasiona pero que también nos supera. Es el sentimiento de que perdemos la noción del tiempo y el espacio, de que entramos en otro nivel de conciencia, algo que sólo sucede cuando estamos completamente absortos en algo que implica un enorme esfuerzo mental. Es lo que experimenta, por ejemplo, el compositor cuando resuelve finalmente una pieza compleja en su pentagrama, o un artista cuando supera su propia técnica. También lo experimenta un escritor o un intelectual al revelársele las ideas que quiere plasmar en el papel en perfecta coherencia tras un enorme esfuerzo. Esta es la descripción más cercana a la felicidad con la que contamos hoy desde la ciencia y, como podemos ver, es producto de lo mismo a lo que los antiguos se referían.

Otros estudios científicos han demostrado que la felicidad también está ligada a la riqueza de nuestras relaciones humanas y a nuestra integración a la comunidad que nos rodea. Además, sabemos que los seres humanos evolucionamos en sociedad y que nuestro mero desarrollo depende de otros, más que de nosotros mismos. Construir conocimiento, cultivar nuestros talentos y realizarnos no es una empresa individual sino colectiva. Esa sabiduría que nos hace alcanzar la felicidad es producto de una sociedad que nos permite hacerlo, una sociedad que corresponde con la naturaleza humana, no que la contradice. La máxima “cree en ti mismo” podría, así, reinterpretarse. Creamos en nosotros mismos abrazando nuestra naturaleza, racional y social, y actuemos de acuerdo a ella. La felicidad estará garantizada.


Texto publicado en “Revista Look”, enero 2017.

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