En su libro “Breve Historia del Pensamiento”, el filósofo francés Luc Ferry se refiere a la filosofía como la mejor respuesta a nuestras inquietudes y a la angustia que nos provoca nuestra condición no sólo de seres mortales sino además seres conscientes de su mortalidad. El miedo a la muerte, la preocupación por la incertidumbre y la inevitabilidad del paso del tiempo dieron lugar a la búsqueda del ser humano por respuestas. Por un lado encontramos la religión, cuya solución fue más paliativa, que nos brindó el consuelo de la vida eterna y el sentido de la existencia en este mundo en función de aquélla, y por otro, la filosofía, que de la mano de nuestra capacidad racional, nos ha servido desde sus inicios como la principal herramienta para hacer sentido del mundo que nos rodea y de nosotros mismos. La filosofía, así, tiene la capacidad de conciliarnos con nuestra naturaleza, a partir de lo cual nos brinda la posibilidad de vivir libremente, es decir, sin las ataduras del miedo y la ignorancia.
Sin embargo vivimos en un mundo donde ambas “doctrinas” siguen igual de vigentes que hace varios siglos. La religión –y la ideología en mucho casos–, por un lado, sigue respondiendo a la parte intuitiva y emocional de nuestra mente, mientras que la ciencia y la filosofía responden a nuestra razón. Esta aparente división de la mente ha dado paso también a divisiones políticas y culturales. Pasamos del conflicto de “la pasión contra la razón” al conflicto “izquierda – derecha”, por ejemplo. Existen estudios que han identificado el papel del pensamiento intuitivo y el racional en las tendencias ideológicas de los individuos y la primacía de las emociones sobre la razón en la mayoría de decisiones que tomamos en el día a día. Pero el dualismo (las “partes del alma” en Platón y la visión tripartita de Freud incluídas) que ha influido en la comprensión de nosotros mismos, es falso. Ese “yo” y nuestra mente son una sola: “la mente es lo que el cerebro hace”, afirma Steven Pinker.
En términos evolutivos, sin embargo, pensar en “partes” del cerebro ha resultado útil para explicar esa aparente dicotomía: la contradicción que parece existir entre la emoción o la intuición y la razón. Como sugiere Jonathan Haidt en su libro “La Hipótesis de la Felicidad”, podemos pensar en términos del “viejo cerebro” y el “nuevo cerebro”. Una metáfora con la que se puede explicar ese proceso es con la historia de Prometeo, el titán griego le robó el fuego a los dioses para dárselo a los humanos, quienes tuvieron que aprender a dominarlo. Así, nuestro cerebro evolucionó de modo tal que la razón nos fue dada cual regalo divino adelante en el tiempo, bastante recientemente en términos evolutivos, y aún hoy, no somos expertos en su uso, mientras que nuestro cerebro primitivo es automático. Esto no significa, como sugiere la visión dualista, que estamos destinados a un conflicto interno: que debamos vencer un lado para dejarnos gobernar por el otro, como también sugirió Platón. De hecho, se ha demostrado en personas con lesiones cerebrales que al perder la facultad de las emociones, ubicada en gran parte también en la corteza orbitofrontal, la capacidad de razonar también se pierde. Nuestra razón depende de la emoción, de allí viene la motivación para hacer cosas en primer lugar. De la misma manera, el enfrentarnos al mundo y al reto de hacer sentido del mundo requiere de nuestra mente como un todo, con todas las facultades que como seres humanos poseemos, pero la razón (definida por Michael P. Lynch como el “acto de justificación y explicación”) juega un papel central y por ello la filosofía resulta una forma de salvación más poderosa y certera que la religión. Es importante comprender nuestra naturaleza intuitiva pero también saber reconocer cuándo la razón resulta demandante.
La filosofía surgió en la Grecia antigua en gran parte como respuesta a los límites de la religión, la cual pretende brindar respuestas no racionales a fenómenos complejos. El pensamiento dogmático, que apela principalmente a la emoción, no nos permite resolver el problema de la mortalidad y todo lo que la vida humana conlleva, la razón sí. Quizás es a esto a lo que se refería Epicuro cuando dijo “la filosofía es la medicina del alma”, o Montaigne cuando escribió: “filosofar es aprender a morir”. El terreno del escepticismo, contrario al de la fe, nos aleja de la superstición para abrirnos a la curiosidad y al deseo de investigar y descubrir por nuestra cuenta. Un proceso, además, apasionante. Enseñar filosofía significa abrirnos al mundo de la duda –una actitud arrogante desde la perspectiva dogmática– para ir descubriendo las causas de lo que nos rodea, poder plantear alternativas que le brinden a la sociedad la posibilidad de realizarse y alcanzar la sabiduría: la conciliación definitiva con nuestra naturaleza.
La filosofía parte de la observación y de los principios de la lógica, es por ello que ha estado íntimamente ligada a la ciencia desde sus inicios. Estudios sobre la mente han puesto en evidencia la veracidad de teorías filosóficas antiguas mientras otros nos sirven para profundizar en planteamientos filosóficos que siguen vigentes alrededor de temas como la moral o la política. Y si bien la razón puede estar sujeta a sesgos, como seres imperfectos que somos, en su mejor versión nos puede guiar mucho mejor que nuestra intuición, ayudar a reconocer situaciones objetiva e imparcialmente y saber responder mejor; es sólo a través de esta que podremos hacer sentido del mundo, aprender a no conformarnos con la ceguera o la incerteza de cuál es nuestro papel en la vida. El pensamiento crítico, como punto de partida, es determinante en la búsqueda de la felicidad, la realización social y la libertad. Toda concepción de libertad que contradiga el pensamiento crítico no es libertad, y toda idea de “salvación” que se resista a la duda no hace sino perpetuar la ignorancia.
Luisa González-Reiche
Ene. 2017