LA EDUCACIÓN COMO CONFLICTO LIBERAL-CONSERVADOR: El siglo XIX en Guatemala

A principios del siglo XIX, las ideas de la ilustración habían influido en la búsqueda de nuevos órdenes políticos y el ideal de la libertad, de la mano de la democracia. Los liberales de la época de la independencia soñaban con implantar un nuevo sistema político que automáticamente hiciera casar a nuestra sociedad con conceptos como el de la civilización y el desarrollo, de los cuales se veían alejados en gran parte por culpa de la imposición española.

Estos liberales, algunos más radicales que otros, señalaban a la religión, al centro del sistema colonial, como uno de los responsables del retraso y justificaban su rechazo a la corona con ejemplos cercanos como el de los Estados Unidos, considerando que su aparentemente muy avanzada sociedad era producto de su sistema federal. Los debates políticos se extendieron entre liberales y conservadores desde la independencia hasta finales de siglo y nuestro sistema de gobierno resultó durante esas décadas un proceso de experimentación –y lo que parece un intento de demostración entre unos y otros- de las convicciones liberales, liberales radicales y conservadoras. La iglesia, así, estuvo al centro de dichos debates y fue en algunos casos la víctima del dilema que giraba, sobretodo, alrededor de la educación de los nuevos ciudadanos.

Durante la época colonial, la Iglesia había sido la responsable directa de todo proceso educativo, entendido como la formación moral y espiritual de la sociedad. Heredera de la escolástica, esta continuó hasta entrado el siglo XIX, centrándose en sistemas mecánicos de memorización, amonestación y dogmatismo, y el mayor triunfo de los liberales de la independencia, como Mariano Gálvez (1831 – 1835), había sido precisamente arrebatarle a la Iglesia dicha misión, creando un sistema educativo laico y demostrando que la educación no dependía del marco religioso y su visión moralizante. Sin embargo, propuestas como las de Gálvez significaron para muchos guatemaltecos –cuya cultura estaba arraigada en la religión que llevaban trecientos años practicando- una ruptura demasiado fuerte y por ello recibieron con alivio e incluso entusiasmo las políticas de Rafael Carrera, que como conservador llevó a la religión al centro de la política y de la educación como en la época colonial con su conocida Ley Pavón (1852). Desde antes de la llegada de Carrera, los conservadores ya se habían preocupado por enviar a los párrocos a supervisar que en las escuelas –entonces laicas– no se estuvieran transmitiendo “doctrinas erróneas”[1] y el gobierno de Carrera le dio continuidad a esta iniciativa, incluyendo la restricción de la libertad de prensa para prevenir ataques en contra de la religión. La Ley Pavón garantizó, además, que se tuviera al centro del currículo escolar el catecismo del Padre Ripalda, de la Compañía de Jesús, el cual enlista los aspectos de la doctrina y las obligaciones del cristiano. Esta ley significó, sobretodo, un ataque contra la visión liberal y la obra del gobierno de Gálvez, un aspecto característico de prácticamente todos los gobiernos de la época previa a la democrática: un constante “borrón y cuenta nueva”.

La reacción de Carrera, como se ha dicho, por muy retrógrada que parezca en una época donde ya se aspiraba por el progreso y el desarrollo, así como por la libertad, realmente fue más acorde a las características de la sociedad que muchas de las propuestas liberales anteriores, si bien no lo que la sociedad necesitaba sí algo a lo que estaría abierta. Con un optimismo, propio de la extrema confianza que el positivismo pone en la ciencia y su capacidad de atraer el desarrollo, los liberales se lanzaron a soñar y a proponer, desde la Constitución, una política idealista. Nada de extrañar, la sociedad moderna de la era industrial en occidente es optimista por naturaleza: recién se le ha revelado la posibilidad del dominio sobre la naturaleza por medio del desarrollo de la industria y el conocimiento científico. El hombre moderno es impulsado por la idea de que tiene el poder de transformar todo lo que hay a su alrededor. Sin embargo, como varios pensadores de la época reflexionaron más adelante, parecía que la sociedad guatemalteca no estaba preparada para aquéllas políticas. No podemos olvidar que la cultura era profundamente religiosa y la forma de pensar de guatemalteco en general dogmática. Por esto mismo muchos proponían que el cambio debía ser gradual y que la educación era el eje central a partir del cual se daría el cambio. Mientras el pueblo siguiera pensando igual, las políticas y leyes sólo serían vistas como ataques a sus convicciones más profundas y por lo tanto rechazadas o resistidas. Cabe por lo mismo preguntarse si las políticas más progresistas en la educación, como las de la Reforma Liberal, realmente fueron absorbidas por la sociedad y si su impacto, más allá de las cifras de escolaridad y cantidad de escuelas construidas, fue real en los estudiantes de la época. Todo parece indicar que no, como tampoco lo tuvo, claro está, el sistema conservador, que solamente se dedicó a mantener un sistema de formación heterónoma y caduca.

La empresa educativa es compleja y desde el punto de vista histórico pareciera que las circunstancias tendieron a pelear con el ideal durante todo el siglo XIX, y luego en el siglo XX, en nuestro país. Durante el siglo XIX y el deseo de los liberales de trazar el camino hacia el progreso, la educación fue adquiriendo dos funciones primordiales: transmitir los saberes ligados a las creencias, los valores y las costumbres sociales –centradas en las visiones de nación y ciudadanía– y trasmitir las técnicas requeridas por la sociedad. El reto planteado desde ambas perspectivas del problema educativo en la época moderna será entonces el de conjugar la conservación y el progreso. Educar para el progreso significó, como se ha dicho, un proceso contradictorio de experimentación y debate. El papel de la educación en la introducción de nuevas creencias políticas, nuevos valores y nuevas necesidades, significaba una ruptura radical con el orden anterior. Para ello, los liberales de finales del siglo XIX utilizaron como referencia la Filosofía Positivista, cuyos principales precursores en la región fueron José María Izaguirre, José Martí y Juan García Purón. Esta filosofía fue abrazada por pensadores y educadores guatemaltecos sobretodo a partir de 1882 teniendo gran impacto en las distintas esferas del Estado, incluyendo a la educación.

Las preocupaciones políticas desde el siglo XIX se centraban en la consolidación de las nuevas naciones y en las aspiraciones por una estabilidad social y la integración nacional de grupos sociales diversos, de la mano de la ambición de alcanzar el mismo progreso económico y social que las naciones europeas y los Estados Unidos. Esa aspiración tan compleja llevó al centro de la política el lema “orden y progreso” del positivismo –contradictoria al concepto de libertad que profesaban los liberales pues la libertad y el orden tienden a chocar en muchos puntos. Sin embargo el lema resultaba atractivo y brindaba un camino hacia la construcción de nuevas naciones y nuevos sistemas. Las soluciones pragmáticas y la ciencia empírica, al centro de dicha filosofía, se convirtieron en la vía para los fines de las nuevas naciones y la visión liberal.

La Reforma Liberal buscó transformar de raíz el sistema, rechazando la tradición y a la Iglesia –sobretodo en los casos de Justo Rufino Barrios y Manuel Lisandro Barillas– y estableciendo la educación gratuita y obligatoria, desarrollando escuelas y secularizando el currículo. Esta nueva política significó el rechazo a ordenes religiosas, expulsión de figuras centrales de la Iglesia Católica, incluido el arzobispo, y la apertura a la libertad de culto, con la llegada de grupos protestantes, así como la difusión de publicaciones anticlericales. El enfoque en la educación como base para la transformación –si bien fue más lo que se dijo y se plasmó en papel que lo que se hizo– dio lugar a la formación de maestros, la creación de escuelas técnicas y la Escuela Especial para Indígenas, así como la reorganización de la Universidad. Ese centralismo de la educación y su organización eran propios de la Ley Casati (1860), el sistema educativo italiano desarrollado por los positivistas[2].

Ese orden, necesario en un siglo de caos y contradicción, claro está, implicó que muchos de nuestros gobiernos liberales del siglo XIX y los que se hicieron llamar liberales durante la primera mitad del siglo XX fueran también dictatoriales e incluso despóticos. El mismo Lorenzo Montúfar dijo en 1876 que hacía falta una dictadura sin orientación religiosa. El sistema educativo, por otro lado, por momentos impuesto desde afuera y ajeno al imaginario colectivo, y por otros dejado en segundo plano, no llegó a tener éxito ni siquiera en su función más básica: la de la alfabetización, no digamos, la transmisión de una cultura sólida o la formación de una identidad nacional y la generación de cambios que brindaran a partir de allí un verdadero progreso.


[1] Jorge Luján Muñoz. Historia General de Guatemala. Tomo IV. Asociación de Amigos del País, Fundación para la Cultura y el Desarrollo. Guatemala, 1996. Pp. 373 – 406

[2] Abbagnano, N; Visalberghi, A. Historia de la Pedagogía. Fondo de Cultura Económica. México 2008. P. 557


Publicado en http://www.guatemalasecular.org

enero 2016

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