El Renacimiento puede definirse con la palabra magnificencia. La expresión grandiosa y la exaltación del hombre reflejadas en el arte, la filosofía y el pensamiento de la época se materializan también en un sistema político y económico, centrados en la grandeza y en el exceso[1].
La riqueza permite escalar en la sociedad y acceder al poder –como una primera forma de burguesía–, por lo que los bienes de consumo se hacen públicos con la intención de hacerse notar y ganar credenciales en un ambiente consciente de ello, en constante cambio y que se concibe a sí mismo en un momento de crecimiento – de renacer de entre las sombras que los últimos siglos tuvieron inmerso al mundo, como había anunciado Petrarca-.
Así, el arte y la cultura se van desarrollando como parte de una propaganda propiciada por poderosos mercaderes que también influidos por los valores religiosos de la época aprovechan a hacer alarde de su grandeza por medio de la construcción de edificios públicos, iglesias y hospitales (buenas obras que a la vez les garantizaban la salvación).
Florencia, una República que ha llegado a desarrollarse rápidamente gracias al enriquecimiento de sus mercaderes y a la posibilidad que el estar al margen del conflicto iglesia-imperio-estado (como la propiciada por los Borgia), se llama a sí misma la nueva Atenas. Un nuevo espíritu –también “nacionalista”– invade a la sociedad. La peste negra había dejado una nueva concepción el hombre y del papel de Dios en la vida de éste. También había cambiado la forma como se percibía la muerte, la vida, el tiempo y la riqueza… Todo ello, del lado de ideas influyentes reflejadas en obras de autores góticos como Bocaccio, Dante y el mismo Petrarca, propiciaban una nueva actitud. Petrarca, considerado el primer humanista había escrito sobre las ventajas y cualidades del hombre como tal y lo que éste podría conseguir, independientemente de la época en que todo era guiado por la fe.
Con una nueva concepción de tiempo –la división del día en doce horas-, surgida por un lado de la necesidad de “vender y comprar el tiempo” de los usureros y banqueros, el hombre toma consciencia del transcurrir de su propia vida, su edad, la vejez y su muerte, vista ahora como un suceso individual y no en el sentido cristiano de la colectividad en que el cuerpo y el alma se separan, se juzgan y alcanzan la vida eterna. La presencia de elementos que reflejan la muerte incluso en un sentido tétrico y funesto –no divino- como en el arte del gótico, son muestra de un renovado amor por la vida, resultado de las epidemias y la manera en que la Edad Media, vista hacia atrás, comienza a entenderse. De la mano de lo anterior surge una nueva figura: el individuo, concepción acentuada aún más por la reforma protestante, dejándole al hombre la posibilidad de escoger por sí mismo en qué creer y cómo quiere “salvarse”.
El príncipe del Renacimiento, el aspirante a la corte y mercader en proceso de escalar en la sociedad, dan lugar a un nuevo mercado de comodidades –de telas finas y costosas a armería y arte- y de la mano de este el deseo de justificar su margnificencia con ideas filosóficas. Marcilio Ficino, fundador del Neoplatonismo y Picco della Mirandola, gran influyente del humanismo, estarán al servicio de Lorenzo de Medici, no sólo desarrollando reflexiones profundas y reveladoras a partir de la filosofía clásica que le van dando forma al mundo moderno sino apoyando sus acciones y las de sus artistas.
En un ambiente de búsqueda de poder, aspiración por la vida eterna y una competencia permanente de cofradías y gremios, la política juega un papel central. En el caso de Florencia, la familia Medici ha llegado a establecerse en el poder desde 1434, cuando Cosme de Medici asume el puesto de Pater Patriae, con breves interrupciones por conflictos con el papado hasta 1498, año en que el dominico Jerónimo Savonarola acusara al gobierno de los Medici de haber adquirido características tiránicas con la intención de fundar una Teocracia. Durante el breve período de Savonarola al poder se desarrolla una nueva constitución pero la República, cada vez con menos adeptos, duraría hasta 1512, si bien Savonarola había sido quemado por hereje en el mismo año de 1498.
En esa breve República, Nicolás Maquiavelo (1467 – 1527) fue canciller del Consejo de la Signoría y secretario de estado. En este tiempo se le encomendaron 23 misiones diplomáticas, las cuales llevó llevó a cabo con agudeza y «savoir faire»[3]. Pero cuando los españoles restauraron a los Medici en el poder en 1512, Maquiavelo, que se había declarado enemigo de aquéllos, fue desterrado. Fue durante ese exilio que desarrolló sus conocidas obras y escribió innumerables cartas con la intención de mantenerse al tanto y conocer a profundidad la política no sólo de Florencia sino también la extranjera, así como la antigua.
Dedicado al “Gran Duque de Medici”, su libro El Príncipe, más que ser una continuación de “el espejo de los príncipes”, guía de lo que el príncipe debe o no debe hacer, busca hacer por la política lo que Da Vinci y Miguel Ángel han hecho por el arte. Cual Cristóbal Colón, con el que llega a compararse, pretende conquistar el terreno de la política y dar lugar a un mundo totalmente nuevo en ese campo.
Siendo testigo de hechos históricos tan trascendentes como el descubrimiento de América, el desarrollo de la imprenta, el banco moderno y la teoría copernicana del heliocentrismo que transformaría radicalmente la manera en que se entendía la naturaleza, Maquiavelo es consciente de “la nueva identidad del hombre” como sujeto central de su mundo, al cual podía contemplar, comprender, controlar y gobernar racionalmente. De allí parte su concepción de la apolítica y las acciones que un gobernante debe emprender para llegar al poder. El “nuevo mundo” político de Maquiavelo es un mundo realista, pues más que una propuesta platónica –utópica- o definida por características divinas, percibe la naturaleza de las cosas tal cual es. Su reflexión parte de esta postura.
Tras sus “conversaciones con los antiguos”[4], Maquiavelo llega a conclusiones que pueden ser fácilmente tachadas de oportunistas, inmorales y hasta viles, pero su intención no es crear un imaginario corrompido de la política sino hacer notar cómo es este y cómo es a partir de esas características que el buen estado realmente surgirá. No puede existir el “bien” si no es precedido por el mal. ¿Cómo sabremos qué es la “virtud” si no conocemos el “vicio”?, de hecho es gracias al mal y al vicio que sus contrapartes son posibles en primer lugar. Como una visión hegeliana de la historia, Maquiavelo se adelanta a su tiempo apuntando una consecuencia contraria como balance de las cosas. Pero también advierte que la moral (desde su perspectiva cristiana) y la virtud (desde la concepción clásica) pueden producir por sí solas mediocridad, como lo retomará siglos más tarde Nietzsche; una forma de engaño que no hace más que cegar no sólo a un gobernante sino a un pueblo.
La época de terror que los Borgia han marcado en Italia es un claro ejemplo de cómo las circunstancias presentan oportunidades a partir de las cuales crear[5] una nueva realidad y en la visión de Maquiavelo, una política eficiente y práctica que tome en cuenta la manera de hacerse establecer, notar y admirar. Dentro de esa misma oportunidad resalta el papel de Cesare Borgia, quien tras nombrar a un capitán al mando de la Romagna, nota que su comportamiento está dando más lugar al odio que al respeto por parte de los pobladores por lo que decide acribillarlo en plena luz pública: “Eligió para esta misión a Ramiro de Orco, hombre cruel y expeditivo, a quien dio plenos poderes. En poco tiempo impuso éste su autoridad, restableciendo la paz y la unión. Juzgó entonces el duque innecesaria tan excesiva autoridad, que podía hacerse odiosa, y creó en el centro de la provincia, bajo la presidencia de un hombre virtuosísimo, un tribunal civil en el cual cada ciudadano tenía su abogado. Y como sabía que los rigores pasados habían engendrado algún odio contra su persona, quiso demostrar, para aplacar la animosidad de sus súbditos y atraérselos, que, si algún acto de crueldad se había cometido, no se debía a él, sino a la salvaje naturaleza del ministro. Y llegada la ocasión, una mañana lo hizo exponer en la plaza de Cesena, dividido en dos pedazos clavados en un palo y con un cuchillo cubierto de sangre al lado. La ferocidad de semejante espectáculo dejó al pueblo a la vez satisfecho y estupefacto.”[6] Esa satisfacción y estupefacción del pueblo es clave en la estrategia del príncipe.
De este modo, Maquiavelo muestra que está más interesado en la maldad del hombre que en su aspiración al “bien” no como una convicción de preferencia sino como una mera observación y estudio de la realidad histórica. El autor se convierte en un educador, al modo de Platón, pero con una forma completamente nueva de entender la motivación de la propuesta política. De esa observación se desarrolla también su crítica a la religión cristiana. Maquiavelo resalta que la religión ha servido como herramienta útil en algunas épocas pero en otras, como la suya, no es más que una forma de alejar a las personas de su verdadera búsqueda por la libertad. En Los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, apunta que mientras la religión cristiana glorifica a los hombres humildes y contemplativos, en la antigüedad el hombre era dignificado por su grandeza, su fuerza física y la audacia[7]. La única fuerza que la religión cristiana promueve es la de la fuerza para soportar el sufrimiento, agrega. Sin embargo comprende que la religión ha jugado un papel importante en el establecimiento de reinos o imperios (es ese aglutinante que mantiene a una sociedad organizada por medio de un imaginario común y que por momentos conviene utilizar) y por ello aconseja al príncipe aparentar que es bueno, aparentar que se rige por la religión, si bien no lo haga. “Un príncipe, y especialmente uno nuevo, que quiere mantenerse, debe comprender bien que no le es posible observar en todo lo que hace mirar como virtuosos a los hombres; supuesto que a menudo, para conservar el orden en un Estado, está en la precisión de obrar contra su fe, contra las virtudes de humanidad, caridad, y aun contra su religión”.[8] Mantiene la apariencia de la religión. La utiliza pero no se deja utilizar por ella. Esta no es sólo una característica de la política sino de la religión misma: es buena en apariencia, pero cruel en la realidad.
Maquiavelo no sólo es un hombre consciente de su propio tiempo (una de las características que definirá a la modernidad) sino es un hombre de su tiempo. Esto le brinda una actitud diferente con respecto a lo que lo rodea y lo que propone en su obra. “Los pintores encargados de dibujar un paisaje, deben estar, a la verdad, en las montañas, cuando tienen necesidad de que los valles se descubran bien a sus miradas; pero también únicamente desde el fondo de los valles pueden ver bien en toda su extensión las montañas y elevados sitios”, escribe en la dedicatoria de El Príncipe. En la perspectiva del pintor renacentista (un científico – humanista completo centrado en la observación y análisis de la naturaleza y del hombre), entiende, como los antiguos que la naturaleza humana no puede ser comprendida ni explicada a través de la religión o el mito. De ese modo, al igual que Petrarca, muestra cierto repudio por lo anterior, reemplaza y reconfigura elementos del imperio cristiano y la República Romana para construir una nueva forma de organización política: la base del Estado Moderno. Ese Estado, secular y soberano será más adelante refinado o definido por autores como Hobbes, Locke, Rousseau y Weber, por mencionar algunos. Del mismo modo que el estado de Maquiavelo implica una ruptura también conserva elementos que considera inherentes a este, como su universalismo. Ese universalismo al que aspira, sin embargo es posible sólo una vez que haya sido liberado de las concepciones morales clásicas y cristianas. El manejo de las relaciones no puede estar a cargo de esos preceptos sino del mismo príncipe, un líder caracterizado por la ambición, el amor a la gloria y autoridad profética.
El profeta de la política se aleja del religioso pero comparte con aquél ciertos rasgos: son persuasivos y tienen la gran capacidad de generar leyes e instituciones; reforman las ideas que gobiernan la vida de las personas. Como el profeta religioso, el profeta de Maquiavelo es líder en todo el sentido de la palabra pero va más allá pues se libera de toda presión moral, está sobre esta. Entiende que la política no tiene que ver con normas morales o éticas sino es un quehacer agresivo que requiere de rudeza más que bondad. En pocas palabras, si se quiere ser “bueno” en el sentido tradicional – religioso de la palabra, no hay que entrar en la política. Otro elemento clave del profeta de Maquiavelo es que este debe “estar armado”: “tiene precisión de examinar si estos innovadores tienen por sí mismos la necesaria consistencia, o si dependen de los otros; es decir, si para dirigir su operación, tienen necesidad de rogar o si pueden precisar. En el primer caso, no salen acertadamente nunca, ni conducen cosa ninguna a lo bueno; pero cuando no dependen sino de sí mismos, y que pueden forzar, dejan rara vez de conseguir su fin. Por esto, todos los profetas armados tuvieron acierto, y se desgraciaron cuantos estaban desarmados.”[9]
El “no ser bueno” al que invita al príncipe –“Es, pues, necesario que un príncipe que desea mantenerse, aprenda a poder no ser bueno, y a servirse o no servirse de esta facultad, según que las circunstancias lo exijan”[10]– es una estrategia para asegurar la grandeza de la república. Hay que saber cuándo y dónde ser cruel en función de la liberación de la unidad política. “Pero no tema incurrir en la infamia ajena a ciertos vicios si no puede fácilmente sin ellos conservar su Estado; porque si se pesa bien todo, hay una cierta cosa que parecerá ser una virtud, por ejemplo, la bondad, clemencia, y que si la observas, formará tu ruina, mientras que otra cierta cosa que parecerá un vicio formará tu seguridad y bienestar si la practicas”.[11] La ruptura con la tradición no sólo cristiana sino clásica se enfatiza en el enfoque sobre la nobleza y el papel del pueblo en la política. Mientras en Platón y Aristóteles el gobierno y poder están aún reservados a una nobleza o aristocracia, Maquiavelo está en contra de esta. Advierte al príncipe sobre los excesos de la nobleza y otorgándole, en cambio, al pueblo la capacidad de auto-gobernarse, claro está, una vez aprendiendo que más allá de la religión y sus normas, debe existir un deseo por la libertad que garantice la grandeza de la patria. La política queda liberada entonces del control eclesiástico y de un grupo reducido que no tiene más poder que el económico. Desde su punto de vista, a emancipación del pueblo significa la liberación de Italia.
La modernidad de Maquiavelo radica no en que revoluciona el vocabulario moral –la dicotomía de lo bueno y malo, el vicio y la virtud– sino que saca a la luz pública lo que siempre se había sabido pero sólo se había tratado en privado. La política está al servicio del pueblo (Spinoza dirá incluso que Maquiavelo dirige su obra más a éste que al príncipe[12]), quien debe aprender, al igual que el gobernante, a separar la política, un oficio mundano, de la religión. El reto a la autoridad de la nobleza, o la establecida “por gracia” o por “la naturaleza” y su concepción de una autoridad auto-creada, es en lo que verdaderamente radica la grandeza e influencia del autor renacentista. Maquiavelo no es maquiavélico, es un profeta desarmado.
[1] Jardine, Lisa. Worldly Goods: A New History of the Renaissance. W W Norton & Co. London 1998.
[3] http://www.artehistoria.com/v2/personajes/5562.htm
[4] “Al caer la noche, vuelvo a casa y entro en mi estudio, en cuyo umbral me despojo de aquel traje de la jornada, lleno de lodo y lamparones , para vestirme ropas de corte real y pontificia; y así ataviado honorablemente, entro en las cortes antiguas de los hombres de la antigüedad. Recibido de ellos amorosamente, me nutro de aquel alimento que es privativamente mío, y para el cual nací. En esta compañía, no me avergüenzo de hablar con ellos, interrogándolos sobre los móviles de sus acciones, y ellos, con toda humanidad, me responden. Y por cuatro horas no siento el menor hastío; olvido todos mis cuidados, no temo la pobreza ni me espanta la muerte: a tal punto me siento transportado a ellos todo yo – tutto mi trasferisco in loro -. Y guiándome por lo que dice Dante, sobre que no puede haber ciencia si no retenemos lo que aprendemos, he puesto por escrito lo que su conversación he apreciado como lo más esencial, y compuesto un opúsculo De Principatibus, en el que profundizo hasta donde puedo los problemas de este tema: qué es la soberania, cuántas especies hay, y cómo se adquiere, se conserva y se pierde”. Carta de Maquiavelo a su amigo Vettori. Diciembre 1513.
[5] Antes del Renacimiento, el hombre “hace” y Dios “crea”. A partir del humanismo y de ideas como las de Piccolo della Mirandola, la acción humana es concebida también como “creación”, dándole carácter divino al hombre. Quizás sea por esto que los teóricos de la época se sienten en la posición y autoridad de proponer algo totalmente nuevo y ajeno a los preceptos conocidos o definidos por las instituciones tradicionales.
[6] Maquiavelo, Nicolás. El Príncipe. Capítulo 7.
[7] Maquiavelo, Nicolás. Los Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Capítulo 2.
[8] Maquiavelo, Nicolás. El Príncipe. Capítulo 18.
[9] Maquiavelo, Nicolás. El Príncipe. Capítulo 6.
[10] Maquiavelo, Nicolás. El Príncipe. Capítulo 15.
[11] Idem.
[12] “Maquiavelo ha mostrado, con gran sutileza y detalle, de qué medios debe servirse un príncipe al que sólo mueve la ambición de dominar, a fin de consolidar y conservar un Estado [imperium]. Con qué fin, sin embargo, no parece estar muy claro. Pero si buscaba algún bien, como es de esperar de un hombre sabio, parece haber sido el probar cuán imprudentemente intentan muchos quitar de en medio a un tirano, cuando no se pueden suprimir las causas por las que el príncipe es tirano, sino que, por el contrario, se acrecientan en la medida en que se le dan mayores motivos de terror. Ahora bien, esto es lo que acontece, cuando la masa llega a dar lecciones al príncipe y se gloría del parricidio como de una buena acción”. Spinoza, Baruch. Tratado teológico y político.