Manhattan – Brooklyn, 40 minutos hacia abajo. El metro se aproxima a la estación final. A lo lejos se divisa una feria; una Rueda de Chicago, una Montaña Rusa.
Salgo; avanzo. Gente, más gente. Una cola interminable, fila interminable frente a un puesto de hot dogs, con un hot dog gigante por techo – el puesto más famoso del área, nada más y nada menos que el mismo que organiza el campeonato mundial de «quien come más hot dogs”–, allí se marcó en record Guinnes; lo marcó la capacidad estomacal de un japonés –sesenta en una sentada–.
Sigo, avanzo. Al fondo la playa. Cientos de puestos de comida y bebidas de todo tipo; pintoresco. Algodónes de azúcar de colores fosforescentes, tacos mexicanos, piñas coladas en vasos gigantes de plástico, elotes cubiertos por una gruesa capa de mostaza, salchichas empanizadas con ketchup, la mancha de Ketchup en la playera, papas fritas, la grasa en los dedos escurriendo… Ventas de globos, puestos para fotos familiares: fondo tipo hawaiano, con plantas de plástico, ventas de playeras en las que te estampan tu foto.
Luego la feria: el más grande ejemplar de la cultura americana. La sociedad Americana más auténtica, conformada por latinos migrantes y afroamericanos en su mayoría, que consiste en música a todo volumen en enormes bocinas, desde hip-hop hasta tex-mex, pasando por salsa, reggaeton, y pop a lo Britney. Animadores que con un micrófono invitan a participar a los juegos de dispararle al indio para ganar un peluche, meter una pelota en un agujero para ganar unos centavos o intentar pescar un premio especial al pulso. Ropas brillantes, tatuajes, trenzas en el pelo, pelos teñidos de colores, escotes y minifaldas en cuerpos voluminosos, pantalones gigantescos que se detienen en la cadera milagrosamente, cadenas plateadas y doradas, medias negras en la cabeza, tacones altísimos, tenis anchísimos de color blanco.
Avanzo. La casa de espantos, los toboganes, el show de «freaks». Aquí nació el show de la mujer con barba, el hindú elástico que se mete en una cajita, los enanos, los seres deformes, aquellos mismos personajes que una vez fascinaron a Joel-Peter Witkin e inspiraron las imágenes más tétricas.
Al atravesar la feria aparece la playa. Es verano; está llenísima. A la orilla del mar la gente ha instalado sus carpas y sombrillas de colores, algunas con banderas; cual conquistadores los puertorriqueños y los mexicanos han posado su estandarte para tomar el sol en grandes grupos alrededor. Al caminar entre la gente se escucha una mezcla de todo tipo de música, un español con acento extraño, coreano e inglés. Los niños corren felices detrás de las olas o cavan enormes pozos en la arena blanca con sus palas de plástico.
Pieles blanquísimas que pretenden broncearse tendidas al sol, cuerpos blanquísimos con caras rojas en la arena blanca. Palmeras de plástico con duchas, un basurero cada tres pasos, en cualquier dirección, juegos infantiles, grupos se Salsa y de Rock en vivo, un ventrílocuo, un titiritero. Gente curiosa, gente extraña caminando en la acera de madera, bailando, sentada en las bancas, comiendo un helado o un hot dog.
La masa se divierte en su circo y su feria. La gente ríe a carcajadas mientras baila, mientras come, mientras camina. La cultura popular americana es una mezcla de culturas y de influencias. Pareciera que ésta sociedad, en gran parte deformada, no tiene cultura, pero al final de cuentas sí. Es ésta, sus costumbres son éstas.
En Coney Island, después de dar dos vueltas en la Rueda de Chicago, aunque uno no se identifique en absoluto y por momentos se sorprenda demasiado, o se asuste, es imposible no divertirse, no entender que la felicidad y el entretenimiento no consista en otra cosa; no necesitan más que un día la feria y la playa para estar contentos. La felicidad es simple. Y uno se sonríe.
NY, Sept. 2007
Imagen: William Wegman