Mareado por el hambre y con un sabor a flores mustias en la boca, espeso, yacía sobre el recuerdo del niño que jugaba lodo y corría descalzo por toda la casa.
El calor invadía todo su cuerpo y lo mojaba poco a poco el sudor que brotaba de su piel.
A su alrededor escuchaba frases llenas de lugares comunes, como siempre.
En el techo retumbaban aquellos pasos.
Afuera rebotaba la voz sonora del hombre que vendía periódicos. Llevaba noticias despreciables e inconcebibles…
El hambre: dolor angustioso. El hambre de todo. Su boca se secaba lentamente y sus labios, ya secos, se unían como párpados muertos, para no separarse nunca.
Para cuando pudo salir, era ya tarde. Sobrevoló la vida como un ave moribunda.
El sabor a fermento se acentuaba y el dolor también; se hacía cada vez más fuerte…
Se arañaba los brazos de la exasperación y no se calmaba. Estaba cansado y hambriento, en el suelo.
1997
*Lucian Freud, «Eli and David»