EL LOCO

Mis manos están manchadas de varios colores: estuve pintando, pasa a menudo. Pasa también cuando escribo, pues a esta pluma suele salírsele la tinta, negra, y se escurre por mis dedos, alrededor de mis uñas, llega hasta los nudillos. El reloj se detuvo desde el temblor del otro día. Ya no sirve. Se detuvo en las cuatro de la tarde. Me molesta sobretodo en estas noche frías, cuando quisiera una tarde tibia, cuando daría cualquier cosa porque en realidad fueran las cuatro de la tarde…

Cuando salgo al jardín, paseo por un rato. Me siento en la grama o a veces, incluso a menudo, intento alcanzar las ramas de ese árbol; estiro las manos lo más que puedo pero están muy altas, no las logro siquiera tocar. No sé qué ganaría alcanzándolas… Luego me acerco a los barrotes que rodean este lugar. Recuesto la frente en ellos y miro hacia fuera. El tiempo ha cambiado; la última vez que vi hacia fuera todo era muy distinto. El viento que corre entre las calles no es como el de antes; es helado. Ya no pasa gente por la angosta acera ni autos por esa calle empolvada.

Creo que todo ha cambiado desde que estoy aquí. Me trajeron en una camisa blanca que amarraba mis brazos y me empujaron a una estrecha y vacía habitación que posee una sola ventana. A veces me dejan salir; cuando «estoy tranquilo», dicen, pero sólo a ese jardín rodeado de barrotes, con un árbol demasiado alto. De aquí no puedo salir. No me dejan salir. Me siento. Pienso. Me pierdo… No me encuentro…


1997

*Imagen: Théodore Géricault, «L’Aliéné».

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